viernes, 6 de febrero de 2009

Las vacaciones, de ayer a hoy


Por Ariel Torres
Fuente: diario La Nación www.lanacion.com.ar

No he viajado mucho. Pero he viajado durante suficientes años para tener una buena perspectiva de lo mucho que han cambiado algunas cosas.

Con altibajos (más sobre esto enseguida), las comunicaciones me siguen asombrando. No deberían, ya que estoy con esto todos los días y desde hace bastante, pero me siguen maravillando.

El primer teléfono que conocí era uno de esos de baquelita negra que habitaba, imponente, en una mesita, más bien un estante. La mesita estaba alta, creo que por dos motivos. Primero para que los niños no jugaran con ese milagroso aparato. Segundo, porque se hablaba de pie. Era algo demasiado extraordinario para simplemente repantigarse en un sillón a charlar de bueyes perdidos. Tampoco se hablaba durante mucho tiempo; era muy chico y no recuerdo las cifras, pero estimo que el milagro era también bastante oneroso. No obstante, en mi memoria ha quedado grabada la imagen de que hablar por teléfono era todo un rito, reservado para cuestiones importantes y que caía en manos de los adultos exclusivamente.

Había un solo teléfono que compartían mi familia y la de mi abuelo. Tengo muy presente todavía la libreta donde don Manuel anotaba sus números a lápiz. De esa tecnología a los celulares inteligentes de hoy parecen haber pasado 200 años, no 40.

Claro que cuando uno se iba unos días de vacaciones ya no hablaba por teléfono. Eso hubiera sido demasiado bueno. En cambio, ¡mandaba postales o tal vez alguna carta! Vengo a descubrir que, como una versión interior de la Teoría de la Relatividad, la percepción del espacio y el tiempo varía de acuerdo a la posibilidad que tengamos de comunicarnos. En aquellos tiempos, e incluso mucho después, uno sentía que se alejaba inexorablemente y durante mucho más tiempo que hoy. Dado que no disfrutamos el desarraigo, sino el desconectarnos de la realidad cotidiana y recrearnos con nuevas vistas, con el mar, con el paisaje, con el ocio, me quedo con esta nueva percepción, en la que uno se siente menos lejos. Siempre y cuando no se lleve el celular del trabajo, desde luego.

Es hoy todo tan diferente que pasma. Desde las zonas de cobertura, y cada vez hay más, uno lleva el locutorio en el bolsillo. En parte por la perspectiva de la que hablé antes, como si hubiera viajado en una máquina del tiempo, no puedo dejar de verlo sino como una película de ciencia ficción. Sacar un dispositivo del bolsillo, apretar un solo botón -marcado rápido- y hablar con alguien que está al otro lado del mundo... Por favor, eso no debería ocurrirle a alguien que, para investigar el enigmático aparato con el que mi abuelo hacía pedidos para su bazar, tenía que subirse a un banquito y levantar un tubo que pesaba 450 gramos, el equivalente a tres celulares y medio. Todo el teléfono, dicho sea de paso, pesaba casi 2 kilos (1960 gramos, para ser exacto). Tengo uno en casa, entre mis objetos tecnológicos del pasado, así que estos números son precisos. Dicho sea de paso, se los consigue en casi cualquier casa de antigüedades.

Con todo, sigue habiendo problemas. Al principio me los tomé bastante mal. El roaming no funcionaba y tuve que llamar desde un locutorio al operador para que lo activara, reactivara o algo así. Cuando ya se habla de reemplazar toda la telefonía por llamadas de Internet, necesité la vieja y confiable red cableada para que mi móvil recobrara su capacidad de hacer magia. Además, el operador me hizo seguir una serie de pasos para alterar la configuración, cosa que no hizo falta, después de todo, pero me pregunté si esto era realmente amigable para las personas que no se llevan bien con la tecnología.

En fin, poco después de eso, los mensajes de texto dejaron de funcionar. Los SMS son lo mejor cuando uno está afuera; no hace falta que el otro atienda en el momento. Me dejaron de a pie con eso, y me irritó bastante. Pero más tarde experimenté la distancia sideral que habíamos recorrido en este sentido, vi gente hablando con sus familiares desde cualquier lugar, y decidí que el traspié era menor.

Cuando volví a Buenos Aires, los SMS seguían sin funcionar. Luego de algunas llamadas que no resolvieron nada, abrí el menú de configuración, cambié el centro de mensajes y todo volvió a la normalidad.

La más vieja de las máquinas que todavía uso es mi auto, que ya tiene más de trece años y sufre los achaques de la edad. Pero se mostró confiable. A pesar de mis temores, nada falló, salvo la batería que, aparentemente por el calor, perdió líquido y, por lo tanto, carga. Lo reparé con una botellita de agua desmineralizada; ¿no es tierno? Por lo demás, el robusto automóvil se portó tan bien que he decidido inscribirlo en el próximo Rally Dakar. Bueno, eso quizá sea mucho, pero aquí entran de nuevo los celulares. No sé si me hubiera atrevido a recorrer tantos kilómetros con ese auto si no hubiera tenido prolijamente anotado, y no precisamente en una libreta de papel y a lápiz, sino en la memoria de mi móvil, el teléfono de atención al viajero del ACA. Salvo en porciones aisladas de algunas rutas, donde no había cobertura, si algo se descomponía iba a ser un engorro, pero no iba a tener que pedir auxilio por señales de humo, caminar 30 kilómetros o hacer dedo.

Mensajes desde un anaquel

Pero los móviles no son lo único que ha cambiado los viajes. La cámara digital, otro dispositivo que ya sabemos que revolucionó nuestra manera de capturar la memoria, parece una tecnología que evolucionó siglos, no décadas. No han pasado 37 años desde que me fui de viaje de egresados con la escuela primaria, ocasión en la que mi padre me prestó, con una extensa y minuciosa serie de consejos y advertencias, una Kodak Fiesta, que todavía conservo. Eso y dos rollos; si no recuerdo mal de 24 fotos cada uno. Descubrí así que me gustaba la fotografía, pero era con cuentagotas. Y sin vista previa. Sólo después de una semana o diez días de haber regresado pude ver si acaso las tomas habían salido bien.

Mi cámara ahora tiene capacidad para más de 2600 imágenes, gracias a una tarjeta de memoria de 8 GB. En una semana tomé 284 fotos, o 110 rollos de mi Kodak Fiesta. Eso, además de una docena de videos. Pude ver todo en el momento, corregir, volver a disparar si era necesario y borrar las tomas que no servían, aunque esta estrategia ya no tiene sentido, excepto para ahorrarme tiempo al pasarlas a la PC. Podría haber sacado seis veces más fotos, y tenía mi reserva de 2 GB adicionales por si, como hace unos meses, volvía a borrar todo por error. Todo, con un aparato que pesa menos de 200 gramos y cabe en el bolsillo.

Está bien, ya conocemos esto; suena a trillado. Eso mismo pensé al poner la cámara en la valija. Pero una tarde fui a comprar no recuerdo qué a un quiosco y vi un escaparate polvoriento y solitario con escasos cuatro deslucidos rollos de película a color. En otro tiempo había grandes anaqueles con toda clase de formatos y sensibilidades, brillantes, ansiados, necesarios, indispensables. Aunque todavía hay algunas cámaras de esta clase en uso, sólo vi las digitales, y por todas partes. Esos rollos solitarios en el quiosco me mostraron, como en un último esfuerzo agónico, algo que en el día a día casi ya damos por sentado. Habiendo empezado a tomar fotos a los 12 años, el cambio que se ha producido cuando queremos plasmar recuerdos de viaje se me hizo más patente que nunca. El abismo es tan enorme que parece otro mundo.

Bueno, es otro mundo.